viernes, 20 de junio de 2014

Luis de Góngora y la poesía de circunstancias

El Romanticismo se llevó por delante, entre otras muchas cosas, toda una rama, frondosa hasta entonces, del árbol de la poesía. Me refiero a la llamada "poesía de circunstancias", marbete que a partir de entonces se ha convertido en sinónimo de lírica ínfima, falta de arte y pelotilleo en verso.

Por más que se repita aquí y allá el aserto de Goethe de que toda poesía lo es de circunstancias, la realidad es que esta sigue ocupando un lugar poco respetable en el Parnaso contemporáneo. El modelo de poesía que instaura el Romanticismo y en el que, quieras que no, todavía nos movemos ("¿Quién que es no es romántico?", preguntaba Darío) privilegia un tipo de lírica intimista, subjetiva, personal, que se ocupa de los grandes misterios de la existencia: el amor, la muerte, los límites. Una poesía, en resumen, trascendental. Ni siquiera las vanguardias con sus diversos intentos de desmitificar estas actitudes y abogar por un arte como puro juego fueron capaces de acabar con el poso romántico que pesa en el espíritu de poetas y lectores.

Pero no toda poesía de circunstancias era mala. De hecho, si agrupáramos todas las memeces, cursilerías y paparruchas a que ha dado nacimiento el concepto romántico de poesía el montón superaría con mucho al de la mala poesía de circunstancias. Esta, cuando era manejada por genios del tamaño de Góngora, no dejaba nada que desear en comparación con sus composiciones más "personales" (concepto con el que hay que gastar cuidado si  hablamos de antes del XIX).

Este tipo de poesía, en sus manifestaciones más acertadas, aparte de ser un prodigio de arte y de construcción idomática, se convierte en realidad en una reivindicación de la propia labor del poeta, pues lo que queda claro al final es que la poesía es el único medio para ganar la inmortalidad, es la donadora del único más allá posible, la guardiana de la memoria. En esta dinámica el poeta acaba situándose por encima del personaje alabado, pues este será recordado solamente por la pericia de aquel, y de él depende su proyección hacia el futuro. Esto ocurre con un emblemático soneto de Góngora fechado en 1593, cuyo comentario extenso podéis leer aquí.

                                A DON CRISTÓBAL DE MORA

                               Árbol de cuyos ramos fortunados
                               las nobles moras son quinas reales,
                               teñidas en la sangre de leales
                               capitanes, no amantes desdichados;

                               en los campos del Tajo más dorados
                               y que más privilegian sus cristales,
                               a par de las sublimes palmas sales,
                               y más que los laureles levantados.

                               Gusano, de tus hojas me alimentes,
                               pajarillo, sosténganme tus ramas,
                               y ampáreme tu sombra, peregrino.

                               Hilaré tu memoria entre las gentes,
                               cantaré enmudeciendo ajenas famas,
                               y votaré a tu templo mi camino

La pregunta sobre la sinceridad del poeta (que nos inquieta siempre en estos casos) es improcedente. En un tiempo en que dependían de nobles mecenas para su sustento o su ascensión social, los autores ponían su oficio al servicio de estos fines, y lo hacían lo mejor que sabían y podían. Eran sinceros con el arte, y eso nos basta. Desde luego, no hay mayor elogio de la poesía que el poema que acabamos de leer, aunque nominalmente la alabanza vaya dirigida a otra persona. La prueba definitiva: nada sabríamos hoy del paso por el mundo de un tal Cristóbal de Mora de no ser por los perfectos versos de Góngora. Shakespeare lo dejó también muy claro en el celebérrimo soneto 18:

                       ¿Te voy a comparar con un día de verano?
                       Tú eres más bella y templada,
                        pues vientos rudos agitan los tiernos brotes de mayo
                        y el plazo del verano se cumple demasiado pronto.

                        Algunas veces el ojo del cielo brilla con demasiado ardor,
                        y a menudo su apariencia de oro se atenuó;
                        y todo lo bello alguna vez declina de su belleza
                        por descuido del azar o del cambiante curso de la naturaleza;

                        pero tu eterno verano no se marchitará,
                        ni perderá la posesión de la belleza que ahora tienes,
                        ni podrá preciarse la muerte de que vagas en su sombra
                        mientras en eternos versos vas creciendo en el Tiempo.

                        En tanto que los hombres respiren y los ojos vean
                        vivirá este poema y te dará vida a ti.

Al romántico y becqueriano: "mientras exista una mujer hermosa, / ¡habrá poesía!", Góngora y Shakespeare oponen su "mientras exista poesía habrá mujeres y hombres hermosos". Cada cual que elija.

sábado, 14 de junio de 2014

Manuel Álvarez Ortega: evidencia de la muerte

Su desaparición no llegará a la primera página de los periódicos, no sé siquiera si ocupará un pequeño espacio en la sección de cultura. En el momento en que escribo esto ningún medio digital da muestras de haberse enterado del deceso. Manuel Álvarez Ortega (Córdoba 1923-Madrid 2014) quedará enterrado en el olvido de una sociedad que definitivamente ha dado por prescindible lo necesario para vivir con dignidad.

Su poesía nos contempla todavía, ahora más, desarmados ante el enigma de la muerte y regresan, insidiosas, las preguntas que han llenado sus versos.


                              EVIDENCIA DE LA MUERTE

                           DE los muertos que el día glorifica
                           con su lluvia, ¿quién ha visto alzarse
                           alguna vez la queja de sus huesos?
                           Ahí están, reunidos en un pequeño coro
                           de llanto solitario, creando su oficio
                           sobre un reino que nunca se conoce.
                           A veces de la tierra sube un clamor
                           como un humo que llena el horizonte.
                           Conocemos su fría pulsación por la rama
                           que su carne sostiene. Pero ¿quién se siente
                           tan suyo que entregara un día de su vida
                           a la costumbre de su sueño subterráneo?

                           Hay un temblor oculto en todo lo que toca
                           su recuerdo, sus turbias cabelleras
                           se nos tienden como hilos de sombra,
                           nos rodean de innecesarios lamentos,
                           se sientan a nuestro lado y nos hacen beber
                           un licor amargo y tenebroso, un vino
                           hecho de flores de papel y hojas secas
                           y cintas con borrosas inscripciones.

                           No son frutos de ningún jardín extraño
                           bajo la luna, florecen en la miseria
                           de nuestra carne, sin apenas contacto,
                           los llevamos dentro, queremos olvidarlos,
                           cedemos parte de nuestra propia materia
                           en las aguas tibias de sus manantiales.
                           Pero ¿quién sabría defenderse de su sangre
                           hereditaria cuando cada gota de su vida
                           es el germen que nos nutre y nos entrega
                           a la negra aventura de su abrazo?

                                                         (De Tiempo en el sur, 1955)