sábado, 18 de octubre de 2014

Los márgenes del agua, de Idoia Arbillaga



    Idoia Arbillaga, Los márgenes del agua. Madrid: Tigres de papel, 2014. 85 pp.

    El segundo poemario de Idoia Arbillaga profundiza, estiliza y amplía las líneas temáticas y formales de su anterior entrega (Pecios sin nombre, Amargord, 2012). Los márgenes del agua supone una inmersión, no siempre fácil y desde luego nunca tranquilizadora, en un mundo poético que al tiempo que nos es familiar resulta altamente desconcertante y perturbador, y nos obliga a afinar nuestras coordenadas artísticas y vitales.

    Este libro, marítimo en su esencia imaginativa y simbólica, se declara en busca de los márgenes desde el título. A la metáfora del mar como escritura, heredada de la tradición, se le añade la sorpresa de una ambigüedad gramatical (lo esperado serían “las márgenes” aplicado al agua) que abre el libro, antes incluso de ser materialmente abierto, a múltiples sugerencias que implican una escritura de la frontera, al margen, una escritura sobre lo que el mar arroja. Y el juego con el género gramatical / sexual no es inocente, como ocurría en el poemario anterior.

    En cualquier caso, la travesía no nos llevará por un mar sereno o clásico, sino por aguas revueltas y que lo revuelven todo. La fuerza de las imágenes nos conduce al lado más salvaje del surrealismo. Basta encarar el primer texto para encontrar afirmaciones como estas: “La lepra en el sentimiento, que lo descompone, como un alacrán corrupto que se nutre del hueso. La navaja-almendra, dulce pero afilada, también fue suya. Va rasgando mi bolso de mimbre y su inocencia” (15), donde reconocemos el eco verbal del plano inicial de Un perro andaluz y la estética de lo podrido que practicaron allí Dalí y Buñuel, aparte de las resonancias sexuales o la implicación de vida y muerte en un solo acto, que aquí se atisba, como la yuxtaposición de dos formas de ausencia. El mismo recuerdo del film surrealista aparece más claro páginas adelante: “Cristales y presencias rasgan la córnea del buey, que se anega de un cuarzo líquido, luminoso” (39).

    Estamos en el mundo de los Cantos de Maldoror, a los que se homenajea explícitamente en el poema “El palacio del placer oscuro” (30-31), al que sigue un eslogan rimbaldino renormalizado “Je suis un autre” (32). El poemario se sumerge así en la poética que da origen a la irracionalidad moderna y posmoderna, con el añadido del malditismo marca Baudelaire. Abundan los animales que pinchan o hieren: alacranes, cangrejos, mantis, situados por lo habitual en paisajes desolados, como los de Chirico, algunos de Dalí o Max Ernst, inquietantes, yermos, pétreos, obsesivamente compuestos por materiales corrosivos pero también blanqueadores como la sal y la cal (paronomásicos), probablemente con funciones metapoéticas: lo que da blancura y claridad también destruye.